viernes, 26 de agosto de 2011

De visita al hospital

En una madrugada lluviosa visité por primera vez y como paciente un servicio de urgencias de un hospital público rumano.

Las calles estaban desiertas. Se podría decir que no se movía ni una jauría de perros por la ciudad y al llegar al recinto donde se encontraba el hospital, éste  se veía igualmente desierto. Sólo la presencia de los funcionarios de turno fumando en las distintas entradas denotaba cierta actividad. 


A modo de petit comité de bienvenida, tres celadoras que parecían bastante aburridas pero expectantes. Una de ellas mal sentada, escurrida de hecho, en una silla de ruedas comía bake rolls mientras observaba cómo nos acercábamos. 


Por dentro, las paredes estaban pintadas con esponja de un lila muy claro, el suelo era de linóleo gris y los techos altos. Se sentía vacío y desolación, y  la iluminación por los fluorescentes viejos añadía a todo esto un aire decadente. 


La sala de recepción de enfermos llamaba la atención por la presencia de un cubículo de cristal y plástico en el que se encontraba una señora canosa rodeada casi hasta el techo de carpetas y papeles de todos los tiempos.


Mientras esperaba a que me atendieran, se escucharon desde el pasillo unos gritos de profunda agonía. Había llegado un paciente en ambulancia, algo grave debía ser ... Unos instantes después, apareció por la puerta y por su propio pie un señor diminuto y encogido que se tocaba sus partes gimiendo a cortos intervalos por el dolor. Debía tener entre 70 u 80 años, el pelo blanco y una pequeña calva. Blusa blanca, pantalones grises, calcetines y cholas de plástico. Tras él y con cara de tedio, un paramédico del servicio de ambulancias apareció rellenando un formulario.

El señor no podía estarse quieto y entraba y salía una y otra vez del baño dando alaridos. 


Por sorpresa, la espera no fue larga. Desde el gabinete de consulta se escuchaban risas estrepitosas cada vez que salía algún paciente del mismo. Se rieron del señor menudo y se rieron por supuesto de mi extenso nombre señorial: tres nombres y dos apellidos. 


El gabinete estaba repleto de gente. La chica de los Bake Rolls, en la misma posición pero en una silla diferente, llena de tedio. Otra mujer miraba la pantalla de un ordenador prehistórico y otras dos mujeres, las únicas que parecían algo activas, andaban en una esquina preparando algo. Imperceptible, en un segundo plano, el médico de guardia dejaba a las enfermeras tomar rienda de las primeras fases de mi diagnóstico.


Me pidieron que rellenara un recipiente de plástico con mi orina y que volviera al terminar. El baño olía a orín, no había jabón, no había papel, no tenía luz, y estaba realmente sucio. De repente, cuando estaba a punto de prepararme para la tarea, el señor de los alaridos entró como un loco en el baño bajándose los pantalones. Asustada salí de allí en busca de otro servicio quizás en mejores condiciones. 


Encontré otro baño al fondo del pasillo, pero no en mejores condiciones. Difícilmente rellené mi bote de plástico y volví a la sala de consulta.


Una vez diagnosticada me enviaron al Staţionar. Parece que enviaban a este lugar a todo aquel que necesitara un primer tratamiento de impacto con perfusión, así que allí nos encontrábamos todos, cada uno adjunto a su bolsa de plástico con distintas soluciones. 


En sus treinta metros cuadrados, en el Stationar habían encajado unas ocho camillas sin separación de ningún tipo entre ellas. El esqueleto de metal de la camilla se completaba con una fina colchoneta de plástico negra que en mi caso estaba desgarrada y manchada de sangre seca. Sólo algunos privilegiados tenían una fina sábana blanca que la cubría o una pseudo-almohada compuesta por el forro de una almohada estándar rellenada con una manta de esas que ya no se usan casi (pesada y de las que pican). 


A mi derecha un chico con un móvil implantado en su oreja izquierda y una chica joven acompañada por su novio dominado. Parecía un tanto excitada y nerviosa pues no paraba de hablar, pero finalmente quedó rendida y como un tronco en su camilla.


Inciso: Mientras me encontraba tendida en la camilla, la cual se encontraba junto a la puerta, pude ver varias veces al señor menudo paseándose distraído y alegremente de un lado para otro, curioso por los que nos encontrábamos en esa habitación. Su cara se veía relajada, era obvio que le habían paliado el dolor.


En frente, un chico joven junto a su madre con visibles signos de preocupación. La señora parecía ser campesina por el color de su tez y la suciedad incrustada en sus uñas.


He de decir que la señora enfermera estuvo siempre atenta a mi evolución. No sé si debido al "cadou" ,"bacşiş", "dar" (dinerito que de costumbre se le da a los enfermeros/as y doctores/as de este país para que te traten "bien") o debido a su profesionalidad, pero bueno, al menos allí estuvo. 


Terminada la bolsa y rellenado también el bolsillo del médico, marché de nuevo a casa con la experiencia ya vivida de una noche en un servicio de urgencias rumano.